Desde hace aproximadamente veinte años el gobierno mexicano ha ido gradualmente cediendo su espacio económico a la iniciativa privada. La privatización de las empresas estatales, como la telefonía, las autopistas, los hidrocarburos y otros sectores estratégicos, emprendieron su desincorporación del estado a medida que nuestro país comenzó a ser dominado por la ideología política neoliberalista y su consecuente forma de gobierno.
En lo que respecta a los sectores de la arquitectura y las artes, la relación actual con el gobierno es muy distinta a como era a finales del siglo pasado. Antes del neoliberalismo el estado era uno de los principales impulsores de la construcción de infraestructura cultural, lo cual implicaba que el presupuesto destinado a dicha actividad estaba dentro de las prioridades de la federación. La participación del gobierno en la construcción de museos, salas de conciertos y bibliotecas se ha ido reduciendo de modo sostenido hasta llegar a la situación actual en la que se ha vuelto marginal. Los edificios dedicados a la cultura y a otros servicios públicos se hacen ahora mediante asociaciones publico-privadas. Los operadores de dichas instituciones tienen entre sus tareas el financiamiento de sus centros culturales y la creación de proyectos y programas propios sin la necesidad de depender de los presupuestos oficiales.
En la actualidad hay figuras económicas nuevas que se engloban dentro de la corresponsabilidad que los empresarios privados adquieren para contribuir al financiamiento de elementos que beneficien a la población, a cambio de ciertas facilidades para ejercer sus actividades por parte la administración pública.
Estas figuras que adoptan la forma de fideicomisos y asociaciones de muy distintas índoles, son formas positivas de colaboración entre el gobierno y las empresas, teóricamente serían perfectas si contaran con el nivel de transparencia que se requiere para que su manejo financiero pueda ser accesible y claro para cualquier persona que lo necesite conocer. En cambio en un país como el nuestro, que no ha conseguido librarse del lastre de la corrupción urbanística y de la malversación de fondos públicos, las asociaciones de los sectores públicos y privados son campo fértil para actividades ilícitas
El hecho de que en la actualidad el estado se haya reducido desde el punto de vista económco, no significa que debe operar como una empresa privada y mucho menos que quienes lo encabezan se beneficies directamente de sus actividades. El gobierno no es un negocio lucrativo, es la entidad encargada de administrar los bienes que pertenecen al pueblo. Su administración debería de ser exactamente igual a la de las asociaciones civiles sin fines de lucro, las cuales deben generar recursos para su proyectos, pero no están autorizadas para repartir dividendos entre sus asociados y desde luego jamás pueden utilizarse para el blanqueo de capitales. De hecho, existe un organismo muy estricto que se encarga de la fiscalización de las asociaciones civiles, se trata de la junta de asistencia privada, la cual vigila estrechamente las actividades de dichas organizaciones. La contraloría general de la federación debería funcionar de modo perfecto para que la operación de la administración pública fiera confiable y lo mismo debería ocurrir con los controles sobre el tope de gastos de las campañas políticas. De este modo, las asociaciones entre los sectores privados y públicos funcionarían exclusivamente para el beneficio de la población y no de sus gobernantes.
Lorenzo Rocha
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