jueves, 27 de enero de 2011
BAJO PUENTES
Un proyecto anunciado por el Gobierno de la Ciudad de México hace año y medio, comienza a dar frutos muy alentadores en el uso de espacios residuales dentro de la ciudad. La autoridad del espacio público, organismo que depende del propio gobierno capitalino, ha elaborado esta iniciativa llamada “Bajo puentes”, con la intención de reactivar cerca de 60 mil metros cuadrados de espacio útil que se encuentra debajo de los puentes en distintas vialidades del Distrito Federal, pertenecientes en su mayoría al Circuito interior. Estos espacios, que en muchos casos fueron ocupados de manera irregular por automóviles, bodegas y otros muchos usos, incluido el de la vivienda informal, se transformarán en áreas comerciales en un 30% y, lo más importante, dotarán de áreas de juego y espacios públicos abiertos en una proporción de 70%.
Un proyecto como este —observando los resultados de uno de sus primeros casos ya inaugurados, el que se encuentra bajo el cruce del Circuito interior y la avenida Juan Escutia— nos plantea una reflexión que se relaciona mucho con lo que Henri Lefebvre llamó “El derecho a la ciudad” (en el libro que lleva el mismo título, escrito en 1968). Al privatizar casi una tercera parte del área residual, la cual se alquila a negocios privados, el ciudadano recupera su derecho de uso de las dos terceras partes restantes. Es interesante plantearlo así, dado que la privatización del espacio urbano es un tema ampuloso en la discusión sobre el derecho del ciudadano sobre las áreas públicas. Pero cuando una persona o grupo se apropia del espacio público de modo irregular, ¿no se trata también de un fenómeno de privatización? Parece ser entonces que el fenómeno se percibe de modo distinto cuando se trata de un proyecto formal y con ánimo de lucro. A fin de cuentas, en este caso los ciudadanos recuperamos una parte del espacio que habíamos perdido, mediante la cesión de una porción de éste a intereses privados. Parece un acuerdo razonable entre ciudadanos, con la adecuada mediación de la autoridad.
Lorenzo Rocha
jueves, 20 de enero de 2011
JORGE OTEIZA
El extenso trabajo del escultor vasco Jorge Oteiza (Orio, 1908-San Sebastián, 2003) ha sido poco difundido en México, a pesar de que durante los años cincuenta pasó un periodo en este país estudiando el arte precolombino y dialogando con artistas mexicanos de aquella época, como David Alfaro Siqueiros.
Vale la pena visitar el Museo Oteiza (en el pequeño pueblo navarro de Alzuza, muy cerca de Pamplona), ya que alberga una amplia colección de obras, dibujos y documentos del prolífico artista, quien ganó el primer premio de la IV Bienal de Arte Moderno de Sao Paulo, en 1957. Durante un periodo en el que me dediqué a estudiar su trabajo, leí una frase en uno de sus cuadernos de notas, que no he podido olvidar. Según Oteiza, sería él quien finalmente vendría a “ajustar y completar racionalmente a Malévich y concluir a Mondrian”. Por algún tiempo me preguntaba ¿cómo es posible que un artista que trabajó de modo aislado a las vanguardias modernistas de su época, se considere a sí mismo como una pieza clave entre el suprematismo y el neoplasticismo? Sin embargo, ahora revaloro la valiente afirmación del escultor, en una revisión de sus obras escultóricas de pequeño formato, realizadas en acero posteriormente a su retorno a España. En efecto, dichas esculturas combinan tridimensionalmente el escorzo característico de Malévich, con la ortogonalidad clásica de Mondrian. Oteiza analiza la obra suprematista de Malévich y la intención manifestada por el artista ruso de liberar a los objetos de arte de su peso inútil. La racionalización de la obra de este artista llevó a Oteiza a inventar un tipo de trapezoide que llamó “unidad Malévich”. Al combinar estas formas de ángulos obtusos con la ortogonalidad implacable del neoplasticismo de Mondrian, Oteiza reclama que su aportación es conclusiva. Ciertamente se trata de un gesto provocativo y crítico ante la pretensión del modernismo de haber llegado a una forma definitiva y plenamente humana, mediante el ángulo recto.
Lorenzo Rocha
jueves, 13 de enero de 2011
ENCANTAMIENTO
En noviembre pasado se inauguró la exposición Haunted: fotografía/video/performance contemporáneos, en el Museo Guggenheim de Bilbao. La exposición, que continuará abierta hasta marzo, presenta un interesante recorrido por obras de artistas internacionales, que según sus organizadores ”parecen embrujados por el pasado, por la historia del arte, por apariciones que cobran vida en medios de reproducción, en performances en directo y en el mundo virtual”. La base conceptual de la muestra omite, quizá inconscientemente, mencionar una referencia teórica indispensable para comprender este fenómeno de reaparición iconográfica, que prefiero llamar “encantamiento”. Me refiero al libro La cámara lúcida, escrito por el semiólogo Roland Barthes en los años setenta, el cual menciona explícitamente al Spectrum, la característica espectral que sugiere el arte fotográfico, al ser un registro de un instante pasado irrecuperable, y de su halo inevitablemente mortuorio, el Interfuit.
Pero dejando aparte la vertiente filosófica que inspira la exposición, existe una obra que resulta especialmente interesante dentro del contexto de la muestra, por su naturaleza paradójica. Se trata de la fotografía titulada “Archivo” (Archive, 1995), del artista alemán Thomas Demand. La paradoja es la siguiente: una fotografía que registra un momento ficticio, algo que no sucedió en realidad, ¿también puede ser considerada como un documento? La obra de Demand provoca esta situación paradójica, ya que el artista construye los escenarios, maquetas a escala, de sitios que contienen alguna carga emocional para él (normalmente extraídos de imágenes aparecidas en la prensa), que después fotografía y presenta como nuevas composiciones ficticias, derivadas de hechos que fueron reales. Demand nunca ha mostrado los objetos concretos que construye, ya que después de ser fotografiados los destruye. Por lo tanto, quienes vemos sus fotografías, somos conscientes de que se trata de objetos inexistentes, aparecidos solamente en las imágenes, y quizá de ahí es de donde deriva su poder de encantamiento.
Lorenzo Rocha
jueves, 6 de enero de 2011
LA CRUZ DE MONDRIAN
El Racionalismo, la corriente de pensamiento más dominante durante los dos siglos anteriores al nuestro, dio origen a una división tajante entre el hombre y su medio, entre lo natural y lo artificial, a tal grado que la naturaleza y lo humano —aún hoy en día— son considerados como conceptos opuestos. El filósofo italiano Giuseppe Zarone describe la abstracción extrema del arte neoplasticista en los siguientes términos: “El equilibrio presupone siempre una forma que es unidad [...] producto plástico del uso diestro de los ejes ortogonales, de aquella cruz por la cual el arte puede reconstruir la vida”. La línea recta es, para los racionalistas, la única forma plenamente humana, el objeto que prueba que el hombre es capaz de crear algo que la naturaleza no puede hacer. Pero ¿qué sucede cuando asumimos que el ser humano es tan solo un elemento más dentro del universo natural? Entonces lo artificial deja de existir en sentido estricto, ya que toda creación del hombre pertenecería simultáneamente a lo humano y a la naturaleza. Es una idea difícil de asumir, ya que si pensáramos de ese modo, desaparecería la idea de la supuesta superioridad de la especie humana sobre las demás criaturas y entonces perdería sentido la sapiencia, que siempre hemos percibido como el elemento distintivo de nuestra especie, Homo sapiens.
La arquitectura es una de las disciplinas humanas más radicalmente convencida en la existencia de las cosas artificiales, existe para cubrir las necesidades de refugio que nuestro propio cuerpo no es capaz de proveer, y se sirve de los elementos tecnológicos más avanzados disponibles para su materialización. Por ello quizá los arquitectos somos uno de los grupos humanos más resistentes a asumir auténticamente un papel a favor de la ecología. Esto se manifiesta también en el plano estético del diseño arquitectónico, que hasta hoy aún sigue anclado en la tradición plástica de artistas de mediados del siglo XX, como el propio Piet Mondrian.
Lorenzo Rocha
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