
El arte público, o mejor dicho, el arte realizado en el espacio abierto, responde a algunas de estas consideraciones, aunque sus objetivos son distintos a los del diseño arquitectónico. Durante la primera mitad del siglo XX, comenzaron a proliferar, sobre todo en Estados Unidos, las “esculturas corporativas”, las piezas de arte situadas en los atrios de los edificios de oficinas. La ciudad de Chicago emitió una normativa en la cual se debía destinar al arte un cierto porcentaje del presupuesto de cualquier edificio nuevo (1.33%), construido en el centro financiero de la ciudad. Esto hizo que la ciudad prácticamente tuviera esculturas en cada manzana del centro, proliferaron las obras de Calder, Moore, Dubuffet, Picasso, Noguchi, Miró, Oldenburg y muchos otros aristas locales e internacionales.
Casi todas las ciudades modernas siguieron esta tendencia, lo cual también dió lugar a no pocas aberraciones, como en nuestra propia ciudad, sobre todo cuando no ha existido ningún comité que regule y juzge la pertinencia de la colocación de esculturas en el espacio urbano. Hoy en día el arte público de vanguardia parece haber migrado hacia el campo de lo efímero y hasta de lo anónimo. Tales manifestaciones artísticas, que sobreviven pocas horas y quedan en la documentación producida por el propio artista, han hecho desparecer las fronteras entre el arte y la vida común cotidiana en las grandes ciudades.
Lorenzo Rocha
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