Casi todos los habitantes de la capital hemos visitado la Plaza de la Constitución, pero somos muchos menos quienes nos hemos preguntado porqué se le llama “Zócalo”. La razón es material para una leyenda, el nombre responde al pedestal que estuvo por años esperando la colocación de la estatua del rey Carlos IV de España, obra del escultor Manuel Tolsá (1796), que nunca llegó a ocupar su sitio y que ha peregrinado por distintas plazas y encrucijadas de nuestra metrópolis. También un monumento a Miguel Hidalgo, que se planeaba inagurar para el Centenario de la independencia en 1910, nunca llegó a ocupar el zócalo y de ahí se consolidó el carácter de esta plaza como proyecto irrealizado. El Zócalo es un gran vacío, parece ser que la enorme carga simbólica que tiene para la nación mexicana, no permite que se coloquen objetos en éste. Una gran cantidad de energía apunta a este “ombligo de la nación”, que tiene gran similitud con su análogo en el cuerpo humano, precisamente por ser la huella del elemento que nutrió al organismo desde su gestación, pero que paradójicamente ha dejado solamente una marca, una cicatriz en el centro del cuerpo.
La palabra española zócalo ha quedado transformada en un mexicanismo aceptado por la Real Academia de la Lengua Española, ha sido adoptada para llamar así a las plazas centrales de casi todas las ciudades capitales y pueblos de regular tamaño, en el interior de la república mexicana. Además ha traspasado nuestras fronteras, ya que en algunas ciudades de Centroamérica también se les llama zócalo a las plazas principales. La palabra es entonces, coetánea del Estado mexicano, cumple al igual que ésta, doscientos años de vida, paradójicamente también implica el bicentenario de un proyecto no realizado, la construcción de un plinto para una escultura que nunca llegó a ocupar su lugar. Esta irrealización estará siempre implícita en la palabra zócalo, ¿acaso también lo estará en la palabra México? El hecho de que todas las demás plazas del país se llamen del mismo modo, aunque cada una de estas tenga una historia particular disitinta del zócalo capitalino, ¿implica que también llevan el sello de proyectos irrealizados? Esperamos que no sea así, si pensamos en la historia colonial de nuestro país y también en su período pre-colombino, la tradición de las grandes plazas rectangulares ha estado siempre presente, en un caso como respuesta al diseño plasmado en la Cédula de Felipe II, que daba los lineamientos para la urbanística virreinal, comenzando desde el diseño de las plazas, con el templo siempre del lado oriente, y los edificios de gobierno, el mercado y los palacios alrededor del espacio abierto. También la arquitectura prehispánica se caracteriza por el uso de grandes explanadas para la vida civil de los pueblos autóctonos, a través de manifestaciones culturales y sociales como el tiánguis y el juego de pelota, entre otras muchas. Un factor interesante en la discusión sobre las plazas del México independiente es el hecho de que si bien la mayor parte de éstas siguen el modelo centralizado de la capital, muchas otras no lo hacen. Dos casos interesantes que son de gran relevancia se verifican en Guadalajara y Monterrey, la segunda y tercera ciudades de mayor población en el territorio mexicano. En el caso de Guadalajara, el urbanista Ignacio Díaz Morales diseñó en los años cincuenta del siglo XX, una interesante “Cruz de plazas”, que se compone de cinco espacios urbanos que colocan en su centro a la catedral tapatía. Monterrey, la ciudad mas moderna de México, no tiene zócalo, sino una “Macroplaza”, que se encuentra marcada en el paisaje urbano por el “Faro del comercio y la industria”, una altísima estela roja diseñada por el arquitecto Luis Barragán.
El diseño actual del zócalo capitalino responde a una serie de numerosos cambios en su configuración, que se fueron sucediendo a lo largo de los siglos XIX y XX, muchos elementos como la vegetación, el quiosco central, el mercado del Parián, la estación de tranvías, fueron apareciendo y despareciendo en distintos períodos durante casi doscientos años. En los años sesenta, el arquitecto Barragán (ya conocido como un gran paisajista y diseñador urbano) hizo una propuesta muy radical para el espacio de la plaza. Propuso eliminar toda la vegetación y los parterres del diseño decimonónico y concentrar un jardín en la parte poniente, donde sólo hubiera jacarandas. En el centro de la plaza montaría un alto mástil para la bandera nacional y junto a éste construiría un espacio subterráneo para actividades sociales y culturales. Toda la superficie de la plaza quedaría recubierta por una retícula de losas de concreto negro que permitiera el libre tránsito de los peatones, así como reuniones políticas multitudinarias. Aunque la plaza no cuenta hoy con todos los elementos del proyecto de Barragán, sí se encuentran presentes los más distintivos: el asta-bandera y el pavimento negro, así como la ausencia de todos los demás. Otro proyecto no realizado en el espacio central de nuestra metrópolis fue el que resultó ganador del concurso para la remodelación del zócalo, llevado a cabo en el año 2000. La propuesta del equipo dirigido por el arquitecto Ernesto Betancourt, proponía un cambio en el material del pavimento por concreto blanco, martelinado con grano de mármol, similar al que tienen las aceras del Paseo de la Reforma y una serie de elementos de mobiliario urbano y vegetación (jacarandas) en las zonas laterales al Sagrario y la Catedral metropolitana. La razón por la cual no se llevó a cabo esta acertada remodelación, permanece como un enigma hasta la fecha.
Como espacio urbano el diseño de la plaza, parece ser quizá no el más estético pero indudablemente es el más funcional. En este desierto de 195 por 240 metros, siempre sucede algo. Su rígida cuadrícula de cemento negro sirve como una lotificación donde las parcelas pueden ser ocupadas por los campamentos de protesta de cualquier ciudadano inconforme, pasando por ferias comerciales de todo tipo y usos tan absurdos como el parque invernal que se monta durante las fiestas navideñas. Lo interesante es que la ocupación del espacio del Zócalo muestra una compleja red de negociaciones entre sus ocupantes, ya que la cesión de las áreas que un día ocupa un plantón, al siguiente lo puede estar ocupando una marca de refrescos o un candidato presidencial. A los habitantes comunes lo único que nos corresponde es observar sus mutaciones y esperar ansiosamente el único día del año en que el espacio se vacía (y después se satura) completamente: el 16 de septiembre.
Lorenzo Rocha
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