“Esa noche había en el aire un olor a tiempo”, escribió en 1950 Ray Bradbury, célebre escritor estadunidense recientemente fallecido. De esta divertida idea, surge la pregunta de rigor, planteada por el propio autor: “¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente.”
Reconsiderando el breve texto “Ohio 1949” (titulado originalmente “Prólogo para una nueva estética”), escrito un año antes por el pintor Barnett Newman, se establece una liga indirecta entre ambos aristas estadunidenses. Parece ser que ambos estaban interesados por la sensación física del tiempo, que no es lo mismo que el sentido del tiempo, aclaración enfatizada por Newman. El sentido del tiempo es una facultad intelectual, quienes cuentan con ella (no es mi caso, claramente) no necesitan relojes, se puede decir que cuentan con un reloj interno, que les permite saber el paso del tiempo sin necesidad de consultarlo.
En cambio, la sensación física del tiempo, no implica la noción del paso de los minutos y las horas, sino de una percepción imaginaria del tiempo como un estímulo sensorial. ¿Cómo es que podemos sentir el tiempo? Para Newman, “El tiempo solamente se puede percibir en privado, mientras que el espacio es un territorio público. La sensación del tiempo es personal y privada, por ello es tan importante que cada persona la experimente por sí misma”. Newman argumenta que el espacio es un tema trillado para los artistas y críticos de su época, “hablan tanto de él, que parecería ser la materia prima de todo el arte”. Pero para Newman la presencia del espacio en el arte es un hecho innegable, pero a la vez irrelevante, ya que no implica ninguna referencia emocional interna del artista, sino una mera referencia al mundo exterior. El pintor manifiesta su inconformidad con la noción difundida por la crítica y su insistencia en la importancia de la obra de arte respecto a su relación con el espacio. Para él, dicha actitud hace al artista y a su trabajo más reales y concretos y por lo tanto representativos de objetos materiales que, al estar en un espacio específico, se vuelven automáticamente comprensibles.
En cambio para Bradbury, la sensación del tiempo es una imagen poética, algo sensible, con olor, sonido, fisionomía, incluso materia tangible. Para Bradbury, el tiempo se parecía “a la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un viejo cine, a cien millones de rostros que descienden como globos en año nuevo”, y quizá de ahí proviene la frase con la que cierra el relato: “Esa noche casi se podía tocar el tiempo”.
Lorenzo Rocha
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