
Quizá Foucault anticipó algunas de las consecuencias de que el mundo actual vive en la era urbana. A partir de la primera década del siglo XXI, más gente vive en ciudades que en medios rurales. También Henri Lefebvre escribió en los años sesenta sobre la transformación del espacio urbano comunitario en un bien de consumo y la consecuente especulación inmobiliaria.
¿Puede la arquitectura contribuir a la creación de las condiciones para el adecuado desarrollo de la comunidad? ¿Cómo reconocemos los arquitectos el derecho del otro y su compatibilidad con nuestras propias expectativas y necesidades? Vivir en comunidad implica inevitablemente el reconocimiento de los otros, por ello la sociedad está en constante evolución, creando contratos, leyes y reglamentos que establezcan acuerdos para llevar civilizadamente la convivencia humana. También se realizan acuerdos tácitos contingentes que están en constante mutación para hacer compatibles los intereses aparentemente opuestos.
Pero cuando el espacio urbano se sujeta solamente a su valor de cambio, como un bien de consumo o un instrumento financiero, parecido a los bonos bursátiles, el espíritu de la comunidad se transforma en un simple medio para el lucro económico y se anula la posibilidad de la convivencia sana, dejando a la comunidad solamente en situación de cohabitación estéril.
No sabemos si la arquitectura es capaz de resolver el problema de la ausencia del espíritu comunitario, pero indudablemente, se trata de un conflicto que debe ser planteado en la solución de todo proyecto particular y más aún en los planteamientos de diseño urbano. El espacio arquitectónico debe recuperar su valor de uso y sentido de la identidad, no debe continuar contemplándose como un satisfactor transitorio, que solo sirve para obtener el máximo beneficio económico en el menor tiempo posible. A veces parece que el desarrollo inmobiliario tiene la tendencia ideal a reducir la inversión a cero, para obtener ganancias que tiendan a ser infinitas.
Lorenzo Rocha
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