La ciudad de México se ubica entre las diez ciudades más pobladas del mundo, aunque en los últimos diez años ha caído del segundo al séptimo puesto. Tokio sigue siendo la numero uno de la lista con 38 millones de habitantes, una cifra impresionante pero nada prestigiosa.
La nuestra es una ciudad muy compleja, que puede solamente comprenderse como un todo, la simplificación de los procesos urbanos de nuestra metrópolis no conduce a conclusiones útiles en ninguno de sus aspectos como: crecimiento, vivienda, transporte, contaminación, etcétera. Hablamos de la capital de un país relativamente pobre desde el punto de vista económico y simultáneamente uno de los más ricos culturalmente. Cualquier intervención en la trama urbana tiene un impacto inevitable, a mayor o menor escala, en los demás factores que la componen. De hecho, la propia raíz latina de la palabra complejo: Complexus, significa “aquello que está entretejido”. Una nueva vialidad, un nuevo conjunto habitacional o un gran parque, afecta de algún modo a todo lo demás.
Por ello, quienes nos dedicamos a la arquitectura y el urbanismo debemos necesariamente tomar en cuenta que las implicaciones de nuestro trabajo van mucho más allá de los limites del terreno donde nos encontramos construyendo.
Según Edgar Morin, un filosofo universalista francés, “la complejidad aparece allí donde el pensamiento simplificador falla, pero integra en sí misma todo aquello que pone orden, claridad, distinción y precisión en el conocimiento”.
Los arquitectos requerimos de metodologías científicas para ser capaces de evaluar y medir dentro de lo posible los impactos de nuestros proyectos en el entorno. Desde lo ambiental, hasta los aspectos viales e infraestructurales de la ciudad. Los reglamentos de construcción afortunadamente piden estudios en ambos aspectos, por lo que debemos tomar muy seriamente estos requisitos y no verlos como simples trámites burocráticos. Mucho menos debemos intentar circunnavegar alrededor de ellos para evitarlos.
Las políticas oficiales de gestión de los usos de suelo y densidades permitidas en la ciudad en tiempos recientes han propiciado el crecimiento de la ciudad en altura, tanto en los rascacielos comerciales de reciente construcción, como en una gran cantidad de edificios y conjuntos habitacionales de más de diez niveles. Este fenómeno parece en principio como un proceso positivo, tanto para el desarrollo económico, como para la solución a la demanda de vivienda en zonas centrales de la ciudad. Sin embargo, aun no se han medido las consecuencias de estas nuevas construcciones a nivel total dentro del conglomerado urbano. El arquitecto brasileño Paulo Méndez da Rocha, quien ha sido muy sensible respecto al impacto de su arquitectura sobre Sao Paulo, la ciudad donde vive, comenta: “La arquitectura tiene una dimensión política fundamental. Es un discurso, una acción, por tanto, lo que se llama crítica debe estar en el proyecto. En la construcción se critica, para evitar el desastre”.
Está claro que la práctica irreflexiva y exclusivamente expansionista de la arquitectura urbana conlleva el peligro de ignorar sus consecuencias en la totalidad del panorama urbano y abrir la posibilidad de un colapso inesperado en los sistemas de los que dependen los edificios, como el abastecimiento de servicios, el transporte público, las vialidades y en general la infraestructura que sostiene a la ciudad.
Lorenzo Rocha
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