Todas las generalizaciones están equivocadas, incluso esta misma.
¿Cómo es posible escribir teoría de la arquitectura sin incurrir en generalizaciones? ¿Toda casuística demuestra una hipótesis? Estas preguntas penden siempre sobre la cabeza de los escritores teóricos. Todo sistema axiológico se apoya en generalidades, extraídas de experiencias prácticas, pero reducidas a enunciados donde los valores son absolutos y se asocian, de modo directo o indirectamente, con posturas a favor o en contra de ciertos factores discutidos.
Cualquier aseveración teórica, al menos en arquitectura, puede ilustrarse con ejemplos, pero inevitablemente también éstos deben simplificarse de tal manera que sirvan de apoyo a la argumentación.
Tomemos dos ejemplos de arquitectura que han sido paradigmáticos a lo largo del modernismo para ilustrar la abstracción y universalidad del racionalismo: la Villa Savoye de Le Corbusier (Poissy, 1929) y el Pabellón alemán para la feria universal de Barcelona de Mies van der Rohe (Barcelona, 1929). De ambos se extraen valores compositivos abstractos como su geometría horizontal, su pureza compositiva, su transparencia y su sobriedad expresiva, que apoyan la tesis de que sus formas arquitectónicas auto-referenciales son aplicables a proyectos de cualquier índole. Dentro de su análisis podríamos afirmar que son casos en los que sus diseñadores se centraron en la generación de espacios que no aluden a sus contextos.
Sin embargo, si observamos estos mismos edificios desde ópticas sociales, si los miramos desde su lugar en la historia y en las biografías particulares de sus creadores y promotores, encontraríamos argumentos quizá contrarios a los anteriores. ¿Estos proyectos son puramente formales o están ligados a la cultura específica de su tiempo y lugar? Es evidente que son ambas cosas, sin embargo, desde el punto de vista teórico, han sido usados para ilustrar la pureza de las formas, conceptos y elementos del modernismo, y no como objetos producidos socialmente.
Lorenzo Rocha