jueves, 13 de mayo de 2010

ZÓCALO


Todos, o casi todos los capitalinos hemos visitado la Plaza de la Constitución, pero somos muchos menos quienes nos hemos preguntado porqué se le llama Zócalo. La razón es material para una leyenda, el nombre responde al pedestal que estuvo por años esperando la colocación de la estatua del rey Carlos IV de España, obra del escultor Manuel Tolsá (1796), que nunca llegó a ocupar su sitio y que ha peregrinado por distintas plazas y encrucijadas de nuestra metrópolis. También un monumento a Miguel Hidalgo, que se planeaba inaugurar para el centenario de la Independencia en 1910, nunca llegó a ocupar el Zócalo y de ahí se consolidó el carácter de esta plaza como proyecto irrealizado. El Zócalo es un gran vacío, parece ser que la enorme carga simbólica que tiene para la nación mexicana no permite que se coloquen objetos en éste. Una gran cantidad de energía apunta a este “ombligo de la nación”, que tiene gran similitud con su análogo en el cuerpo humano, precisamente por ser la huella del elemento que nutrió al organismo desde su gestación, pero que paradójicamente ha dejado solamente una marca, una cicatriz en el centro del cuerpo.

Como espacio urbano el diseño de la plaza parece ser quizá no el más estético, pero indudablemente el más funcional. En este desierto de 195 por 240 metros siempre sucede algo. Su rígida cuadrícula de cemento negro sirve como una lotificación donde las parcelas pueden ser ocupadas por los campamentos de protesta de cualquier ciudadano inconforme, pasando por ferias comerciales de todo tipo y usos tan absurdos como el parque invernal que se monta durante las fiestas navideñas. Lo interesante es que la ocupación del espacio del Zócalo muestra una compleja red de negociaciones entre sus ocupantes, ya que la cesión de las áreas que un día ocupa un plantón, al siguiente lo puede estar ocupando una marca de refrescos o un candidato presidencial. A los habitantes comunes lo único que nos corresponde es observar sus mutaciones y esperar ansiosamente el único día del año en que el espacio se vacía (y después se satura) completamente: el 16 de septiembre.

Lorenzo Rocha

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