jueves, 27 de octubre de 2011
CALLEJERO
Las calles son sin duda espacios muy peculiares, son espacios públicos (pertenecen al pueblo), paradójicamente son de todas las personas simultáneamente, pero no son de ninguna en particular. La calle es el espacio para ejercer el civismo, pero no aquel que estudiamos en la escuela secundaria, sino el ejercicio de la ciudadanía en todas sus expresiones.
Si yo me siento a leer el periódico a diario en la misma banca, todos los días a la misma hora, eso no quiere decir que tengo más derecho a sentarme ahí que cualquier otra persona, aunque yo sea habitante del barrio, de la ciudad o incluso del país. Si mañana, cuando me dirija a “mi” banca de costumbre, me encuentro que alguien más está sentado ahí, sea alguien conocido, un desconocido o hasta extranjero, tendré que buscarme otro lugar donde sentarme a leer a gusto, ¿o quizá no? Quizá pueda explicarle mi dilema a la persona que encuentre sentada en la banca y ésta sea tan comprensiva que se cambie de lugar y me deje gozar de ese sitio específico, pero ¿qué hago si se niega a moverse?
La convivencia y el uso de la calle están sujetas a mecanismos de continua negociación entre los ciudadanos, aquello que los expertos antropólogos y urbanistas llaman: contingencia. La palabra proviene de la voz latina contingere que también se relaciona con el tacto, significa literalmente estar en contacto. La calle es un lugar donde las personas están en constante contacto, aunque no sean conscientes de ello. En la calle se puede hacer cualquier cosa que no esté penada por la ley, por los códigos civiles y penales, pero también las costumbres como el tono de la voz, el lenguaje, la agresividad, deben moderarse. Los límites de lo que está prohibido y permitido hacer en la calle derivan de la tolerancia entre los ciudadanos y de su capacidad de negociación. En la calle se puede trabajar, comer, dormir, en fin se puede hacer lo mismo que se hace en casa, sin embargo usar la calle correctamente es algo que no puede aprenderse de un día al otro y sus posibilidades son infinitas.
Lorenzo Rocha
jueves, 20 de octubre de 2011
CASA SEGURA
Desde 2007, el artista norteamericano Robert Ransick instaló una caseta en el desierto de Sonora (en el estado de Arizona), que desde su simplicidad nos habla de un esfuerzo de mutua comprensión entre los dos vecinos más distantes del mundo: los mexicanos y los estadunidenses.
El artista es autor, junto con Blake Goble, del “Manifiesto para el presente”, un texto que hemos discutido con anterioridad en este mismo espacio (ver: MILENIO, la crítica: espacios 13/06/2011).
La pequeña casa provee a los migrantes un breve descanso en su arduo camino —que muchas veces no alcanza el destino planeado, soñado—, proporciona abrigo y agua a los extenuados peregrinos, a cambio de que éstos realicen un pictograma de alguna de sus experiencias o ideas, que ayuden así al público a comprenderlos mejor.
Según su enunciado artístico y conceptual, el proyecto “Casa segura”, provee las posibilidades de intercambio y comprensión mutua entre tres grupos humanos involucrados en el proceso de la migración: proporciona a los dueños de las tierras por las que atraviesan los migrantes, la oportunidad de crear un punto de ayuda en mitad del desierto; a los migrantes les ofrece un refugio para paliar sus carencias básicas y al público en general le brinda la oportunidad de aprender más sobre la compleja dinámica que gravita sobre esta región geográfica.
Se trata sin duda de un proyecto con alto contenido crítico, que al provenir de un artista estadunidense lo carga con un admirable sentido de la responsabilidad y revierte la condición tópica de victimismo con la que el fenómeno de la migración es percibido desde el lado mexicano de la frontera norte.
El propio Robert Ransick afirma en su blog (ver: casasegura.us): “Casa Segura no promete resolución a la compleja serie de problemas en torno a la frontera, inmigración ilegal y esfuerzos humanitarios. Sin embargo, lo que busca es proporcionar nuevas oportunidades para acción individual, comprensión y diálogo”.
Lorenzo Rocha
jueves, 13 de octubre de 2011
CARTA A UN AMIGO
En una carta escrita en el año de 1951, el arquitecto José Villagrán escribe a un amigo anónimo acerca de las casas y jardines que Luis Barragán acababa de construir en el fraccionamiento de Jardines del Pedregal. En la misiva, el célebre teórico y profesor mexicano realiza una serie de análisis pedagógicos sobre las características y valores espaciales de las obras de Barragán que, según el arquitecto, “dejan en el espectador, pese a sus prejuicios, la impresión inequívoca de hallarse ante auténticas obras de arte”.
En otro de los párrafos de la carta, Villagrán menciona la característica de la arquitectura de su tiempo como “arte impura”, en la cual los valores de la utilidad están subordinados a los de la estética, pero que deben convivir armoniosamente en toda obra. Según el arquitecto, la obra de Barragán vale “decorativamente” (según el concepto decorativo de Bernard Berenson) y sin embargo, “su planteamiento no es integralmente actual, o en otras palabras, desintegra lo arquitectónico”, al privilegiar excesivamente su enfoque estético, sacrificando su funcionalidad, “la obra vale plásticamente como escenografía o como decoración arquitectónica, mas no como arquitectura auténtica”.
Resulta especialmente interesante detenerse un momento sobre el concepto de decoración del teórico del arte al que se refiere Villagrán, Bernard Berenson (1865-1959, de origen lituano, emigró a Italia y después a los Estados Unidos). Berenson escribió en su libro “Estética e historia de las artes”, acerca de la figuración y el abstraccionismo en las artes visuales, los cuales en el siglo XX habían provocado que los artistas renunciaran a la “ilustración”, en favor de la “decoración”. Es probable que la crítica de Villagrán a los rasgos abstractos de la arquitectura de Barragán se refiera a su cualidad decorativa y efectista, la cual estaría sacrificando su posibilidad científica o ilustrada, tal y como lo hacían todos los arquitectos modernistas —como el propio Villagrán— en el México de mediados del siglo XX.
Lorenzo Rocha
jueves, 6 de octubre de 2011
CULTURA ANIMISTA
Carl Jung, el célebre psicólogo suizo, sostenía que los humanos hemos perdido nuestra comunicación con la naturaleza y que la energía emocional que ésta generaba se ha hundido en nuestro inconsciente. Quizá sea cierto para la mayoría de los habitantes urbanos contemporáneos, pero para las culturas animistas, que subsisten aún en innumerables regiones del mundo, el conocimiento sigue estando ordenado geográficamente. Para muchos pueblos indígenas como los huicholes del norte de México, el paisaje aún es la fuente primordial de la sabiduría y ahí radican sus ancestros y deidades, que al dejar este mundo han tomado forma en las rocas y en los animales.
Otros pueblos indígenas, como los Gogo, pobladores del desierto de Tanzania, siguen construyendo sus casas según las tradiciones que datan desde hace al menos cinco siglos, a pesar de que su vida cotidiana como campesinos y pastores ha tenido que modificarse para adaptarse a los tiempos cambiantes. Las casas de los Gogo son un ejemplo de la arquitectura textil, y sus construcciones actuales se hacen exactamente como lo describían los tratadistas y antropólogos que los estudiaron a la mitad del siglo XIX.
Sus casas se componen de cuatro elementos fundamentales: el trabajo con la tierra, que consiste en amasar y consolidar el lodo del suelo para convertirlo en un pavimento sólido y conformar los fundamentos de los muros hasta unos cincuenta centímetros de altura. Dentro de la propia base de la casa está contemplado un hueco donde instalarán el segundo elemento de la casa, el hogar donde cocinarán sus alimentos. De los propios muros de lodo desplanta el tercer elemento, que es el entramado de la estructura y la cubierta, sin diferenciar muros de techo, es donde materialmente queda tejida la casa a base de ramas y postes de madera. Sobre dicho entramado se teje también el cuarto y último elemento, el cerramiento de la casa que la aísla del exterior, sobre la estructura se añaden ramas más pequeñas que son recubiertas de lodo para consolidar los muros. La techumbre siempre es de paja y va tejida al mismo entramado, que a su vez sostiene a los muros.
Lorenzo Rocha
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