Recibí una invitación muy interesante de parte del arquitecto Antonio Toca, quien se ha dedicado a la práctica y crítica de la arquitectura desde hace al menos 50 años. El arquitecto me solicitó elaborar una lista que incluyera las 10 mejores obras de arquitectura que se han construido en México durante los últimos 40 años. Acepté de buena gana su petición ya que un ejercicio similar siempre es útil para quienes gustamos de la reflexión que suscitan las preguntas difíciles. Además sus intenciones me parecen loables, ya que desea fomentar la cultura arquitectónica e impulsar la protección del patrimonio construido en un período de tiempo que ha sido escasamente difundido y criticado en los medios masivos de comunicación.
La arquitectura mexicana construida durante las cuatro décadas transcurridas desde 1972 hasta el presente, se caracteriza por un cuestionamiento de los valores del funcionalismo, lo cual ha propiciado el diseño y construcción de obras con un alto contenido experimental. Dicha experimentación se puede clasificar en tres corrientes principales: el formalismo de inspiración prehispánica, el futurismo, el regionalismo crítico y el movimiento high-tech en su versión mexicana. Los arquitectos mexicanos han sido permeables a influencias extranjeras, pero a la vez han mantenido el nacionalismo característico de todo el arte mexicano, que es muy consciente de su identidad.
La importancia de las obras no está subordinada a su área, volumen o presencia en el paisaje (urbano o natural), tampoco depende del número de personas a las que beneficie (o afecte). Una obra pequeña es tan importante como una gran construcción cuando se trata de ampliar los límtes en la experimentación y depuración de las ideas arquitectónicas. Mi selección personal tiene limitantes significativas que la harán menos universal que la de otros colegas, la principal limtación es que no acostumbro opinar sobre la arquitectura que no he visitado y experimentado en directo, no suelo confiar en que las imágenes ni dibujos de la arquitectura sean materiales suficientes para emitir juicios de valor. Para efectos de juzgar la importancia de una obra arquitectónica, sí me interesa su repercusión en los medios masivos de comunicación, sobre todo en las reseñas hechas por críticos especializados, una obra realmente significativa dificilmente pasa desapercibida ante los ojos de los expertos. La importancia de una obra no está necesariamente ligada a mi gusto personal, sino a las consecuencias e influencias que genera en la práctica y discusión subsecuentes a su construcción.
Lorenzo Rocha
jueves, 27 de septiembre de 2012
jueves, 20 de septiembre de 2012
SENSACIÓN DEL TIEMPO
“Esa noche había en el aire un olor a tiempo”, escribió en 1950 Ray Bradbury, célebre escritor estadunidense recientemente fallecido. De esta divertida idea, surge la pregunta de rigor, planteada por el propio autor: “¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente.”
Reconsiderando el breve texto “Ohio 1949” (titulado originalmente “Prólogo para una nueva estética”), escrito un año antes por el pintor Barnett Newman, se establece una liga indirecta entre ambos aristas estadunidenses. Parece ser que ambos estaban interesados por la sensación física del tiempo, que no es lo mismo que el sentido del tiempo, aclaración enfatizada por Newman. El sentido del tiempo es una facultad intelectual, quienes cuentan con ella (no es mi caso, claramente) no necesitan relojes, se puede decir que cuentan con un reloj interno, que les permite saber el paso del tiempo sin necesidad de consultarlo.
En cambio, la sensación física del tiempo, no implica la noción del paso de los minutos y las horas, sino de una percepción imaginaria del tiempo como un estímulo sensorial. ¿Cómo es que podemos sentir el tiempo? Para Newman, “El tiempo solamente se puede percibir en privado, mientras que el espacio es un territorio público. La sensación del tiempo es personal y privada, por ello es tan importante que cada persona la experimente por sí misma”. Newman argumenta que el espacio es un tema trillado para los artistas y críticos de su época, “hablan tanto de él, que parecería ser la materia prima de todo el arte”. Pero para Newman la presencia del espacio en el arte es un hecho innegable, pero a la vez irrelevante, ya que no implica ninguna referencia emocional interna del artista, sino una mera referencia al mundo exterior. El pintor manifiesta su inconformidad con la noción difundida por la crítica y su insistencia en la importancia de la obra de arte respecto a su relación con el espacio. Para él, dicha actitud hace al artista y a su trabajo más reales y concretos y por lo tanto representativos de objetos materiales que, al estar en un espacio específico, se vuelven automáticamente comprensibles.
En cambio para Bradbury, la sensación del tiempo es una imagen poética, algo sensible, con olor, sonido, fisionomía, incluso materia tangible. Para Bradbury, el tiempo se parecía “a la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un viejo cine, a cien millones de rostros que descienden como globos en año nuevo”, y quizá de ahí proviene la frase con la que cierra el relato: “Esa noche casi se podía tocar el tiempo”.
Lorenzo Rocha
Reconsiderando el breve texto “Ohio 1949” (titulado originalmente “Prólogo para una nueva estética”), escrito un año antes por el pintor Barnett Newman, se establece una liga indirecta entre ambos aristas estadunidenses. Parece ser que ambos estaban interesados por la sensación física del tiempo, que no es lo mismo que el sentido del tiempo, aclaración enfatizada por Newman. El sentido del tiempo es una facultad intelectual, quienes cuentan con ella (no es mi caso, claramente) no necesitan relojes, se puede decir que cuentan con un reloj interno, que les permite saber el paso del tiempo sin necesidad de consultarlo.
En cambio, la sensación física del tiempo, no implica la noción del paso de los minutos y las horas, sino de una percepción imaginaria del tiempo como un estímulo sensorial. ¿Cómo es que podemos sentir el tiempo? Para Newman, “El tiempo solamente se puede percibir en privado, mientras que el espacio es un territorio público. La sensación del tiempo es personal y privada, por ello es tan importante que cada persona la experimente por sí misma”. Newman argumenta que el espacio es un tema trillado para los artistas y críticos de su época, “hablan tanto de él, que parecería ser la materia prima de todo el arte”. Pero para Newman la presencia del espacio en el arte es un hecho innegable, pero a la vez irrelevante, ya que no implica ninguna referencia emocional interna del artista, sino una mera referencia al mundo exterior. El pintor manifiesta su inconformidad con la noción difundida por la crítica y su insistencia en la importancia de la obra de arte respecto a su relación con el espacio. Para él, dicha actitud hace al artista y a su trabajo más reales y concretos y por lo tanto representativos de objetos materiales que, al estar en un espacio específico, se vuelven automáticamente comprensibles.
En cambio para Bradbury, la sensación del tiempo es una imagen poética, algo sensible, con olor, sonido, fisionomía, incluso materia tangible. Para Bradbury, el tiempo se parecía “a la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un viejo cine, a cien millones de rostros que descienden como globos en año nuevo”, y quizá de ahí proviene la frase con la que cierra el relato: “Esa noche casi se podía tocar el tiempo”.
Lorenzo Rocha
jueves, 13 de septiembre de 2012
ARTE IGNOTO
Siempre me he preguntado porqué nos sentimos atraídos permanentemente a alguna obra de arte en particular. Por ejemplo, quizá he escuchado mil veces el réquiem de Gabriel Fauré, pero no puedo decir que lo conozca enteramente y cada cierto tiempo necesito escucharlo de nuevo. Así es el arte en general, no lo podemos conocer y simplemente después olvidarlo, aunque hayamos experimentado (visto/oído/tocado) la obra una o varias veces, necesitamos experimentarla de nuevo. Como decía el arquitecto estadunidense Louis Kahn: “la obra de arte es aquello que nos muestra que lo que hace el ser humano va más allá de lo que la naturaleza es capaz de hacer”.
En relación a la percepción de la arquitectura, sucede un fenómeno aún más complejo, ya que respecto al arte edilicio, se aplica más que en cualquier otro caso, la máxima de Heráclito: “no se puede cruzar dos veces el mismo arroyo”. Quizá en la primera visita, un espacio nos deje indiferentes, pero ese mismo espacio nos puede emocionar en una segunda ocasión y disgustar en la tercera. El edificio siempre será el mismo, pero la luz siempre cambia y el estado de ánimo y sensibilidad del visitante son factores clave para el resultado emocional de su percepción, y a su vez ésta va más allá del conocimiento del objeto, creando lo que el filósofo francés Georges Didi-Huberman ha llamado “mirada dialéctica”.
No tengo duda en afirmar que la obra arquitectónica que más me ha emocionado y siempre me ha causado un efecto distinto al anterior es el Instituto Salk, edificio construido en La Jolla (cerca de San Diego) en 1966 por Louis Kahn. Lo he visitado en varias ocasiones y aún siento que es ignoto para mí, lo visitaría muchas veces más y estoy seguro que siempre me provocará una emoción diferente.
Este edificio me remite a la descripción que hizo en 1949 el pintor Barnett Newman, acerca de la revelación que experimentó al visitar una ruina de adobe en Ohio. Newman afirma que entre estos “simples muros de barro” pudo constatar la “evidencia de la esencia del acto artístico, su perfecta simplicidad”. Pero las palabras del pintor se acercan aún más a la sensación que me ha provocado la experiencia de situarme en el patio del edificio de Kahn, mirando hacia el Océano Pacífico, cuando Newman describe su sensación que “ahí es el espacio” donde no hay “nada que pueda ser expuesto en un museo, ni incluso fotografiado, es una obra de arte que no puede ni siquiera ser vista, sólo puede ser experimentada en el lugar donde se encuentra”.
Lorenzo Rocha
En relación a la percepción de la arquitectura, sucede un fenómeno aún más complejo, ya que respecto al arte edilicio, se aplica más que en cualquier otro caso, la máxima de Heráclito: “no se puede cruzar dos veces el mismo arroyo”. Quizá en la primera visita, un espacio nos deje indiferentes, pero ese mismo espacio nos puede emocionar en una segunda ocasión y disgustar en la tercera. El edificio siempre será el mismo, pero la luz siempre cambia y el estado de ánimo y sensibilidad del visitante son factores clave para el resultado emocional de su percepción, y a su vez ésta va más allá del conocimiento del objeto, creando lo que el filósofo francés Georges Didi-Huberman ha llamado “mirada dialéctica”.
No tengo duda en afirmar que la obra arquitectónica que más me ha emocionado y siempre me ha causado un efecto distinto al anterior es el Instituto Salk, edificio construido en La Jolla (cerca de San Diego) en 1966 por Louis Kahn. Lo he visitado en varias ocasiones y aún siento que es ignoto para mí, lo visitaría muchas veces más y estoy seguro que siempre me provocará una emoción diferente.
Este edificio me remite a la descripción que hizo en 1949 el pintor Barnett Newman, acerca de la revelación que experimentó al visitar una ruina de adobe en Ohio. Newman afirma que entre estos “simples muros de barro” pudo constatar la “evidencia de la esencia del acto artístico, su perfecta simplicidad”. Pero las palabras del pintor se acercan aún más a la sensación que me ha provocado la experiencia de situarme en el patio del edificio de Kahn, mirando hacia el Océano Pacífico, cuando Newman describe su sensación que “ahí es el espacio” donde no hay “nada que pueda ser expuesto en un museo, ni incluso fotografiado, es una obra de arte que no puede ni siquiera ser vista, sólo puede ser experimentada en el lugar donde se encuentra”.
Lorenzo Rocha
jueves, 6 de septiembre de 2012
ESPECTADOR CRÍTICO
Toda persona que entra en contacto con el arte, se convierte automáticamente en un espectador. Incluso hay espectadores fortuitos, que no tienen la intención expresa de observar o experimentar una obra, pero que entran en contacto con ésta por casualidad, quizá en su tránsito por el espacio público, como es el caso de casi todas las personas que admiran las esculturas o el arte público. Sin importar cómo llegó la persona frente a la obra, si fue intencionalmente o por casualidad, una vez que está ahí es inevitable que se forme una opinión. La contingencia entre la obra y su destinatario es un fenómeno en sí mismo, donde se combinan los ingredientes e interactúan como si se tratara de una reacción química.
Aunque sea hasta cierto punto obvio lo anteriormente expuesto, existe un cierto grado de originalidad en el concepto de espectador crítico. Tradicionalmente las obras de arte se crean para ser disfrutadas, o al menos percibidas, por las personas, los espectadores son entonces, los destinatarios a quienes va dirigido el trabajo del artista. Pero hasta hace relativamente poco tiempo, no se esperaba que el espectador común tomara ninguna postura frente a la obra, y aun menos se tomaba en cuenta su opinión. El espectador se solía concebir como un ente pasivo. Quizá por esta razón, existe la figura del crítico, una especie de espectador informado, con acceso a algún medio de información (mayormente escrita) quien reseña las obras y genera una opinión autorizada que constituye una parte importante de la recepción de la obra de arte. Sin embargo, el público ha desarrollado por su cuenta un espíritu crítico propio y un entrenamiento informal que le permite cuestionar lo que se le presenta como arte, aunque a veces no sea suficientemente articulado para verbalizar su opinión.
Más recientemente los artistas se han ido interesando cada vez más en la opinión de los espectadores, a medida que las piezas de arte se han acercado al concepto de participación o interactividad y desde que se incoporó a la actividad artísitica el género de proyecto de inserción social. Podríamos atribuir a los situacionistas la mayor parte del crédito de esta práctica artística, pero no se trata de encontrar a uno o varios precursores específicos del arte participativo, sino de reflexionar sobre sus consecuencias en el panorama actual. Cuando un artista fundamenta su trabajo en la interacción entre su obra y el público, la característica reflexiva del espectador deja de ser aleatoria para convertirse en una necesidad.
Lorenzo Rocha
Aunque sea hasta cierto punto obvio lo anteriormente expuesto, existe un cierto grado de originalidad en el concepto de espectador crítico. Tradicionalmente las obras de arte se crean para ser disfrutadas, o al menos percibidas, por las personas, los espectadores son entonces, los destinatarios a quienes va dirigido el trabajo del artista. Pero hasta hace relativamente poco tiempo, no se esperaba que el espectador común tomara ninguna postura frente a la obra, y aun menos se tomaba en cuenta su opinión. El espectador se solía concebir como un ente pasivo. Quizá por esta razón, existe la figura del crítico, una especie de espectador informado, con acceso a algún medio de información (mayormente escrita) quien reseña las obras y genera una opinión autorizada que constituye una parte importante de la recepción de la obra de arte. Sin embargo, el público ha desarrollado por su cuenta un espíritu crítico propio y un entrenamiento informal que le permite cuestionar lo que se le presenta como arte, aunque a veces no sea suficientemente articulado para verbalizar su opinión.
Más recientemente los artistas se han ido interesando cada vez más en la opinión de los espectadores, a medida que las piezas de arte se han acercado al concepto de participación o interactividad y desde que se incoporó a la actividad artísitica el género de proyecto de inserción social. Podríamos atribuir a los situacionistas la mayor parte del crédito de esta práctica artística, pero no se trata de encontrar a uno o varios precursores específicos del arte participativo, sino de reflexionar sobre sus consecuencias en el panorama actual. Cuando un artista fundamenta su trabajo en la interacción entre su obra y el público, la característica reflexiva del espectador deja de ser aleatoria para convertirse en una necesidad.
Lorenzo Rocha
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