
Lo que da valor a la tierra en nuestros días es su localización, su proximidad a los centros urbanos, la accesibilidad a las infraestructuras de servicios, a la energía y a los sectores de alta productividad industrial o financiera. La enorme extensión de tierra lejana al conjunto de estos factores de situación, o a cualquiera de ellos, puede valer muy poco o lo mismo que una pequeña parcela localizada en el centro de una gran ciudad.
El terreno, sea urbano o rural, tiene fundamentalmente dos tipos de valor: valor de uso y valor de cambio. El suelo urbano se caracteriza por una tendencia más acentuada hacia su valor de cambio, es más susceptible de ser negociado económicamente, ya que su flexibilidad de uso aumenta la posibilidad de ser desarrollado, es lo que comúnmente se denomina “bienes raíces”. En cambio, los terrenos rústicos, que no cuentan con infraestructuras de servicios como agua, drenaje, electricidad o gas natural, y también aquellos que no se encuentran servidos por las principlaes vías de comunicación, no son bienes que se coticen comercialmente en precios tan elevados como los del suelo urbano. Pero sí pueden tener un alto valor de uso, ya que pueden ser aprovechados para actividades rentables como la agricultura y la ganadería, o bien pueden ser explotados como recursos naturales, mediante la minería o cualquier actividad industrial que se lleve a cabo a cielo abierto.
En la ciudad la tierra es el bien más escaso, tiene que ser dedicado a la movilidad peatonal y vehicular y fraccionado para uso privado, dejando un mínimo porcentaje para áreas verdes y lúdicas. En términos generales se calcula que la mitad del suelo urbano son calles, plazas y parques y la otra mitad la ocupan los edificios. Pero en los cálculos de los urbanistas rara vez se especifica que porcentaje es exclusivamente para las personas.
Lorenzo Rocha
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