La catastrófica situación que estamos viviendo, debido a los estragos que las tormentas siguen causando a lo largo de las costas del Pacífico mexicano, confirman la tesis expuesta por Jesús Silva-Herzog Márquez: estamos frente a un desastre político. Diariamente constatamos la existencia de enormes vacíos en la administración pública, que van desde una débil organización para la protección civil, hasta la evidencia de prácticas corruptas en el desarrollo urbano, que están teniendo consecuencias que se pagan con la vida de gente inocente.
Hemos comprobado que la planificación territorial es un campo inexistente en nuestro país. La prohibición de la edificación en cuencas acuíferas, en los cauces fluviales o sus cercanías, o bien a lo largo de las ciénegas próximas al océano, al igual que en laderas inestables geológicamente, son elementales en cualquier estudio de factibilidad urbanística. Se trata de emplazamientos de alto riesgo de anegaciones y deslaves, no solamente en anomalías meteorológicas como la que atravesamos, sino durante cualquier período normal de precipitaciones pluviales.
Estas edificaciones irregulares, las construcciones que se erigen en terrenos que deberían declararse como no-urbanizables, responden a dos caras de la corrupción del Estado mexicano. La primera, que se verifica en desarrollos turísticos como el de Ixtapa y Acapulco-Diamante, consiste en una visión empresarial a corto plazo que está dispuesta a llevar a cabo sus proyectos a cualquier costo y aprovechar los terrenos más privilegiados para su actividad, aquéllos que se encuentran lo más cerca posible a las playas, sin importar que estén rodeados de lagunas y desembocaduras de ríos que son, a todas luces, riesgosos. Pero la segunda forma de corrupción, quizá aún más dañina que la primera, es la permisividad por parte del gobierno para que se instalen asentamientos irregulares en sitios peligrosos, como los que hemos mencionado. Tal es el caso de las pequeñas localidades en las afueras del Puerto de Acapulco y en la Sierra de Guerrero, que fueron arrasadas por los aludes de agua, piedra y lodo, que los sepultaron el pasado 16 de septiembre.
Cuando el urbanismo se practica correctamente, no se notan sus beneficios, éstos sólo son visibles por su ausencia. Las recientes calamidades nos deben enseñar que no podemos postergar más la aplicación de una política territorial que enfoque al desarrollo urbano como una prioridad que va más allá de sus beneficios económicos. La planificación cabal del territorio y la aplicación estricta de las leyes de desarrollo urbano, podrían salvar muchas vidas humanas en el futuro.
Lorenzo Rocha
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