Una de las principales motivaciones para emprender viajes de placer, es visitar ruinas de edificios antiguos. La gente es capaz de viajar miles de kilómetros para conocer una pirámide en México o en Egipto, sin detenerse a pensar que en realidad conocerá solamente una pequeña parte de los vestigios de su arquitectura. De igual modo, los turistas viajan a Grecia, Roma, Estambul, Cambodia, India o Bangladesh solamente para visitar edificios derruidos.
Está claro que la principal motivación cultural es el deseo de entrar en contacto con vestigios de civilizaciones ya desaparecidas, lo cual puede tener un fundamento al menos en el campo simbólico. ¿Pero qué es lo que nos gusta exactamente de una ruina? ¿Cuáles son las características de Chichen Itza, Angkor Wat, Gizeh, la Acrópolis o el Foro romano, que interesan tanto a los turistas?
Gracias a los arqueólogos sabemos que muchos de esos edificios eran polícromos, es decir no mostraban las piedras desnudas de las que están construidos, sino muros estucados y pintados con tierras naturales de colores como: terracota, sepia, marrón, azul, rojo y amarillo. Es curioso que los encargados de restaurar dichos monumentos no hayan recreado sus acabados, quizá sabían que al público no le gustaría mucho que la Pirámide del Sol estuviera pintada. Recordemos que la arqueología es una ciencia relativamente nueva y los criterios de restauración han variado mucho desde el Siglo XIX hasta la fecha.
Entonces podemos afirmar que las ruinas nos gustan simplemente porque son ruinas, su decoración son las hiedras que las cubren, el musgo que crece en ellas, las arañas que merodean en ellas, las iguanas que las habitan, en algunas veremos hasta tucanes o monos saltando de una piedra a otra.
En un fantástico libro publicado en 1953, la escritora inglesa Rose Macaulay, hace una larga apología sobre las ruinas. La autora de “Pleasure of Ruins” (“El placer por las ruinas”), retoma un tópico alemán, el Ruinenlust, vocablo que se refiere a la sensación de placer que el descubrimiento de las ruinas provocaba en los exploradores decomonónicos. “Quizá preferiríamos ver Troya, Atenas, Corinto, Roma o Paestum, del modo como lucían hace 2000 años, pero esto es imposible, su belleza corrompida es todo lo que queda de su antigua magnificencia, la atesoramos como los fragmentos que restan de algún noble poema que se ha perdido”, escribe Macaulay en la introducción de su excelente obra.
Está claro que cuando visitamos las ruinas de antiguos edificios, sentimos una conexión con las personas que las edificaron hace miles de años, o al menos esa es nuestra fantasía. Experimentamos placer por el espectáculo mismo de los vestigios, pero también por el conocimiento de las culturas que los crearon. En ello confirmamos que la arquitectura es el mejor aliado del hombre en su lucha por trascender el tiempo de su propia existencia.
Todas las ruinas son por definición obsoletas, ninguna ciudad necesita una muralla para protegerse de sus enemigos, los templos antiguos que aun están en pie veneran deidades que han desaparecido en las religiones actuales, la única función de la ruina es su belleza, que en ocasiones supera a la del edificio original.
Lorenzo Rocha
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