En su “Manifiesto de la arquitectura emocional”, Mathias Goeritz habló de una arquitectura que tiene a la emoción como su principal función. El texto fue leído por él durante la inauguración del Museo experimental El Eco, en 1953. Más de medio siglo más tarde, la idea sigue siendo provocativa.
En principio, la arquitectura debe hacerse de tal modo que no condicione a los habitantes a hacer un uso predeterminado por el arquitecto, del espacio que ha sido puesto a su disposición. De igual modo, es conveniente para quien realiza el proyecto, evitar involucrarse demasiado en su interpretación, teorización y en el control total de la obra, una vez que ha sido terminada.
El uso e interpretación racional de los espacios producidos por arquitectos queda en manos de los usuarios y de los críticos. La tarea fundamental de los proyectistas es la de anticipar y planificar los espacios del modo óptimo desde puntos de vista económicos, sociales, estructurales, climáticos, funcionales, expresivos, etcétera. Pero más allá de toda razón, existe también la emoción que un espacio arquitectónico provocará, casi inevitablemente, en sus visitantes.
A pesar de la virtual imposibilidad de condicionamiento de los estímulos emocionales, el arquitecto sí está en posición y tiene pleno derecho y libertad para expresar sus propias emociones a través de su obra.
Uno de los elementos de expresión que no se relaciona con la razón es sin duda el uso del color, aunque desde luego no es el único de ellos. También la luz, las texturas de los materiales, el agua, las proporciones y medidas de los espacios, son elementos de expresión emocional.
Es indescriptible la sensación que uno experimenta cuando penetra en un espacio tan cargado de elementos provocadores de emociones como los espacios religiosos, desde la antigüedad hasta el modernismo. En ellos la luz, el sonido, los aromas y todos los estímulos estéticos están colocados con la intención primordial de emocionarnos, sin que ello demerite la importancia de todos los demás factores racionales que han originado a la obra, pero que no sustituyen a la emoción.
Lorenzo Rocha