La literatura y la lingüística están estrechamente relacionadas con la capacidad de visualización del espacio. La diferencia conceptual entre las nociones que tenemos de lo que representa el espacio, el lugar o el hábitat, depende de los significantes que asociemos mentalmente con cualquiera de estas tres palabras. Del mismo modo en que jamás nos referiríamos a nuestro lugar de origen como el espacio de nuestro nacimiento, tampoco hablaríamos conceptualmente del espacio arquitectónico simplemente como un lugar delimitado por muros y ventanas.
Mucho antes de que cualquier arquitecto construya una obra, tiene necesariamente que haber pasado por su mente alguna representación visual, que podría verbalizar y describir oralmente o por escrito, aunque no haya dibujado aún ni una sola linea. Se puede decir que los espacios de la arquitectura se conciben como una suerte de epifanía, como el recuerdo de un momento no vivido, y tal vez por eso una de las acepciones de la palabra diseño, proviene del designio de un escenario futuro.
El espacio proustiano, tal como aparece en el gran clásico literario de Marcel Proust “En busca del tiempo perdido”, implica también un “espacio perdido” en la infancia del autor, que sólo puede recuperar mediante la epifanía de una memoria que quizá recrea aquello que sucedió, pero que al ser revivida, podría ser una vivencia nueva o ficticia. Uno de los párrafos que mejor representan al espacio concebido por Proust, es el pasaje en el cual Marcel (el personaje del texto) remoja una magdalena en una taza de té. El multicitado párrafo es el paradigma del “tiempo puro”, que solamente se puede verificar en la ficción literaria. La evocación mnemónica provocada por el estímulo sensorial es capaz de desencadenar la memoria de cualquier sujeto. Una simple mordida de pan dulce remojado en la infusión herbal, inicia en el personaje un viaje imaginario a su infancia y lo lleva a lo más profundo de su lugar subjetivo. Apenas Marcel reconoce el sabor, se transporta a esa misma casa gris de su infancia, la cual aparece ante sus ojos como una escenografía de teatro, que se levanta sorprendentemente frente a la habitación donde se encuentra ahora, para transportarlo a Combray, su pueblo natal, y a la plaza donde lo enviaban a hacer recados antes del mediodía, por las veredas llenas de flores y a los estanques con sus nenúfares que crecen y llenan su memoria recuperada.
Lorenzo Rocha
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