Se considera latifundio a aquella porción de tierra sin cultivos importantes y con una superficie superior a 5000 hectáreas, que pertenece a un solo dueño o algún grupo de propietarios consolidado en una sola entidad legal. En México el fenómeno del latifundismo, derivado principalmente de la mercedes y encomiendas virreinales, los dos principales sistemas de repartición de tierras originados en la época colonial, es lo que dió lugar a nuestra revolución, más adelante a la reforma agraria y recientemente a la “contrarreforma”, que consistió en la privatización gradual de los terrenos ejidales.
Pero afortunadamente nuestro país no cuenta entre sus dudosos honores, con el primer lugar histórico en la acumulación de la propiedad de la tierra, esta marca la posée un enigmático personaje: el inglés Cecil Rhodes (1853-1902), magnate de la explotación de las minas de diamantes, quien era el colonizador y dueño del territorio que se convirtió en Rodesia, país que se independizó del imperio británico y desde 1980 es la República de Zimbabwe, localizada al sur del continente africano. En nuestros días es casi impensable este tipo de propiedades de dimensión territorial, mucho más extensas que los paisajes que nuestros ojos son capaces de percibir. El latifundio sólo se puede concebir en un mapa, en la representación abstracta de la geografía y para éste no alcanza la definición coloquial de una propiedad que se extienda “hasta donde alcanza la vista”.
El latifundio más grande en la historia de México y de toda Latinoamérica fue el conjunto de propiedades de la familia Sánchez Navarro, que correspondían a prácticamente la mitad del estado de Coahuila y partes de los estados de Nuevo León, Durango y Zacatecas. Esta familia adquirió sus tierras en la decadencia de la Nueva España y los primeros cincuenta años del México independiente. Su extensión aproximada era de 67,000 kilómetros cuadrados, casi un cuatro por ciento del territorio nacional actual, un área casi tan grande como Irlanda.
En el estado de Chihuahua se dió otro caso paradójico, que nos explica la mecánica compleja del período posrevolucionario. El general Luis Terrazas, seguidor de la causa revolucionaria bajo el mando del general Álvaro Obregón, se apropió con ayuda del entonces gobernador de Chihuahua, otro general revolucionario, Ignacio Enríquez, de las haciendas del Cármen, Encinillas, San Lorenzo y otras más que fusionadas reunieron una extensión de 2,600,000 hectáreas, las cuales fueron paulatinamente vendidas a Arthur Mc Quatters, empresario estadunidense quien se encargó de fraccionarlas y venderlas.
Lorenzo Rocha
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