Hacía mucho tiempo que el cielo sobre la ciudad de México no se veía tan gris. Esta semana tuvimos el dudoso honor de alcanzar los niveles de contaminación atmosférica que solo se habían registrado anteriormente en China y Turquía.
Las ciudades se crearon para que la gente pudiera vivir junto a los demás, para compartir el espacio público, el trabajo, los servicios y para el intercambio de conocimientos. Pero desde la revolución industrial, provocada por la máquina de vapor a finales del Siglo XVII, las ciudades como París y Londres comenzaron a ser sitios insalubres donde la miseria y el crimen aunados a la pobreza, los hicieron inhabitables. Recordemos Tale of Two Cities, la novela clásica de Charles Dickens, que da cuenta de los problemas sociales y los personajes en ambas ciudades.
Después, ya en el Siglo XX apareció el automóvil. El mundo desarrollado celebró la invención que sería la segunda en revolucionar el crecimiento de las ciudades. Los norteamericanos basaron su planificación urbana en el uso del automóvil, construyeron carreteras de alta velocidad para conectar los centros urbanos con los suburbios, verdaderas “ciudades-dormitorio” que dominaron el paisaje urbano, fueron copiadas por todo el mundo. La industria automotriz se desarrolló aceleradamente y sustituyó a otros medios de transporte públicos como el tranvía. Por ejemplo, la empresa General Motors compró el sistema de tranvías en Los Ángeles en 1939 solamente para cerrarlo, con el fin de incentivar la compra de más automóviles. Por este y otros factores, la movilidad en las ciudades estadounidenses se centró en el transporte privado.
En México, ninguna de las dos revoluciones anteriores alcanzó a consolidarse plenamente. En casi todas nuestras ciudades existen restos representativos de estos tres períodos, pero ninguno de ellos llegó a predominar sobre los otros dos. Las ciudades mexicanas son una mezcla heterogénea entre los edificios históricos de la época colonial e independiente, de la época industrial decimonónica y de la ciudad moderna expandida, sin que ninguna de ellas predomine.
Por desgracia al igual que la población nunca obtuvo el beneficio completo derivado de la instalación de alguno de los sistemas urbanos, sí que es claro que hemos tenido que pagar sus consecuencias. Basta un período prolongado de calor y falta de precipitación pluvial como el actual para que el medio ambiente se desequilibre y lleguemos a una contingencia ambiental. El recién estrenado gobierno capitalino tiene delante una situación que puede abordar de dos maneras: la primera (que comenzamos a ver) es la acción mínima y la confianza en que el dios Tláloc va a resolver el problema en los próximos días. La segunda (poco probable) es una estrategia orientada al transporte no contaminante, para lo cual cuenta con los próximos seis años, esperamos que comience pronto a trabajar en ello.
Lorenzo Rocha
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