martes, 18 de diciembre de 2012

VISITA DE PILAR VILLELA

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En muchos sentidos, el centro histórico de la ciudad de México es un caso paradigmático para ilustrar cierta definición de la urbe: aquella que no la entiende como algo que depende de cierta ordenación del espacio, ni como algo susceptible de ser conformado de manera permanente por ninguna clase de reglamento o determinación previa; sino como algo contingente, el resultado de un conjunto de negociaciones entre diversos agentes donde ninguno tiene la última palabra por demasiado tiempo. Los habitantes del centro conviven con comercios formales e informales de toda índole, industrias artesanales y semi-artesanales, toda clase de servicios, una concentración considerable de centros culturales, y un número muy considerable de clientes/usuarios/paseantes y demás nomaseantes. Todo esto ocurre en una ordenación que, por un lado, raya en lo medieval (calles dedicadas a la bisutería, la fotografía, los libros viejos, las boneterías, etc.) y por el otro, en el queso gruyere.
Basta ir al Centro—como decimos los que no vivimos en el Centro—para volverse partícipe de la negociación. Así, entre la calle de la ropa y la de las papelerías, sobre Correo Mayor, después de pasar por la infinidad de tiendas desbordadas sobre el arroyo, las múltiples barreras sónicas del bara-bara grupero, y el tumulto de las aceras para alcanzar el número 109. En uno de los pisos superiores—inhabilitado como bodega por varias determinaciones que tienen más que ver con una sana facticidad que con cualquier reglamento de protección civil—está la Oficina de Arte.
         Como en muchos de esos huecos que se abren en el centro histórico, aquí el bullicio de la calle da lugar a un espacio silencioso y amplio dividido en once estudios. Estos espacios se rentan a artistas que, previo proceso de selección, los ocupan por un lapso mínimo de seis meses para desarrollar algún proyecto. A diferencia de otro tipo de proyectos, la Oficina de Arte plantea varias cuestiones interesantes en términos de producción. Por una parte es un proyecto sustentable, que no requiere de apoyos gubernamentales o corporativos para funcionar y que ofrece una estrategia eficiente de ocupar uno de los muchos huecos del queso gruyere. Por la otra (y –he de decirlo-omitiendo toda clase de declaraciones grandilocuentes al respecto) fomenta una forma de trabajar que es harto infrecuente precisamente por las restricciones que imponen los espacios de trabajo. Por lo general, cuando un artista deja la escuela, es raro que vuelva a tener la oportunidad de ver cómo se desarrolla el trabajo de sus pares hasta que éste llega a ese espacio tan ficticio como conflictivo que son las galerías y las salas de exhibición de los museos y otros centros culturales. El proceso, que alguna vez fue fundamental para la obra, sólo está presente ahí en términos de producto terminado. Incluso en las muestras que se  precian de destacar esta cualidad, todo el andamiaje y el condicionamiento que implica un espacio de exhibición está destinado a la visita única, a la obra como culminación de algo. Es quizá por eso que, por ejemplo, las muestras que acumulan los documentos que rinden testimonio de un proceso, resulten tan engorrosas para aquel que las visita como público.
Si bien los artistas que trabajan en la Oficina de Arte no tienen un proyecto en común, ni funcionan como un colectivo, hay en el desarrollo de su trabajo algo que proviene de esta convivencia: un interés por la obra como pregunta, como el desarrollo paulatino y laborioso de un objeto o una situación. Si bien no hay espacio aquí para tratar de cada uno de los proyectos de manera individual, al haber sido testigo de la mayoría de ellos en un momento temprano de su producción me limitaré a mencionar algunos puntos en común que si bien no están reflejados en sus soluciones formales, me parecieron muy llamativos en tanto que síntomas de una coyuntura como la que describía en las primeras líneas de este texto.
Ya sea que se trate de modificar un espacio específico para la percepción, de narrar una ocupación kafkiana de un espacio cíclico, de describir los flujos informáticos que conforman el tejido social, de rescatar las narrativas de una comunidad específica, de crear algo a partir de los desechos que va dejando la ciudad, de fabricar hitos que re-ordenen el espacio por medio de su significado o de establecer un catálogo de identidades y diferencias a partir de una experiencia personal, la mayoría de estas obras apuntan a la cartografía. No quiero decir aquí (no lo sé) si los proyectos manifiestan esta necesidad de trazar mapas—es decir, de volver ininteligible una extensión  inabarcable para los sentidos—porque este haya sido un criterio determinante a la hora de la selección o si el entorno particular del centro haya afectado estas predilecciones. Sin embargo, no creo que sea así, más bien tiendo a creer que el arte- o aquello que aún subsiste con ese nombre y se aferra a sus viejas vocaciones-todavía se justifica por aquella vieja necesidad de crear sentido y que en un mundo donde la confusión de un lugar puede ser paradigmática, estos artistas- como todos nosotros- nos ofrecen formas de trazar caminos que vuelvan la realidad transitable o por lo menos, un poco más inteligible.
Pilar Villela. Diciembre de 2012.

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