En muchos sentidos, el centro histórico de la
ciudad de México es un caso paradigmático para ilustrar cierta definición de la
urbe: aquella que no la entiende como algo que depende de cierta ordenación del
espacio, ni como algo susceptible de ser conformado de manera permanente por
ninguna clase de reglamento o determinación previa; sino como algo contingente,
el resultado de un conjunto de negociaciones entre diversos agentes donde
ninguno tiene la última palabra por demasiado tiempo. Los habitantes del centro
conviven con comercios formales e informales de toda índole, industrias
artesanales y semi-artesanales, toda clase de servicios, una concentración
considerable de centros culturales, y un número muy considerable de
clientes/usuarios/paseantes y demás nomaseantes. Todo esto ocurre en una
ordenación que, por un lado, raya en lo medieval (calles dedicadas a la
bisutería, la fotografía, los libros viejos, las boneterías, etc.) y por el
otro, en el queso gruyere.
Basta ir al
Centro—como decimos los que no vivimos en el Centro—para volverse partícipe de
la negociación. Así, entre la calle de la ropa y la de las papelerías, sobre
Correo Mayor, después de pasar por la infinidad de tiendas desbordadas sobre el
arroyo, las múltiples barreras sónicas del bara-bara grupero, y el tumulto de
las aceras para alcanzar el número 109. En uno de los pisos
superiores—inhabilitado como bodega por varias determinaciones que tienen más
que ver con una sana facticidad que con cualquier reglamento de protección
civil—está la Oficina de Arte.
Como
en muchos de esos huecos que se abren en el centro histórico, aquí el bullicio
de la calle da lugar a un espacio silencioso y amplio dividido en once
estudios. Estos espacios se rentan a artistas que, previo proceso de selección,
los ocupan por un lapso mínimo de seis meses para desarrollar algún proyecto. A
diferencia de otro tipo de proyectos, la Oficina de Arte plantea varias
cuestiones interesantes en términos de producción. Por una parte es un proyecto
sustentable, que no requiere de apoyos gubernamentales o corporativos para
funcionar y que ofrece una estrategia eficiente de ocupar uno de los muchos
huecos del queso gruyere. Por la otra (y –he de decirlo-omitiendo toda clase de
declaraciones grandilocuentes al respecto) fomenta una forma de trabajar que es
harto infrecuente precisamente por las restricciones que imponen los espacios
de trabajo. Por lo general, cuando un artista deja la escuela, es raro que
vuelva a tener la oportunidad de ver cómo se desarrolla el trabajo de sus pares
hasta que éste llega a ese espacio tan ficticio como conflictivo que son las
galerías y las salas de exhibición de los museos y otros centros culturales. El
proceso, que alguna vez fue fundamental para la obra, sólo está presente ahí en
términos de producto terminado. Incluso en las muestras que se precian de destacar esta cualidad, todo
el andamiaje y el condicionamiento que implica un espacio de exhibición está destinado a la visita
única, a la obra como culminación de algo. Es quizá por eso que, por ejemplo,
las muestras que acumulan los documentos que rinden testimonio de un proceso,
resulten tan engorrosas para aquel que las visita como público.
Si bien los artistas que trabajan en la
Oficina de Arte no tienen un proyecto en común, ni funcionan como un colectivo,
hay en el desarrollo de su trabajo algo que proviene de esta convivencia: un
interés por la obra como pregunta, como el desarrollo paulatino y laborioso de
un objeto o una situación. Si bien no hay espacio aquí para tratar de cada uno
de los proyectos de manera individual, al haber sido testigo de la mayoría de
ellos en un momento temprano de su producción me limitaré a mencionar algunos
puntos en común que si bien no están reflejados en sus soluciones formales, me
parecieron muy llamativos en tanto que síntomas de una coyuntura como la que
describía en las primeras líneas de este texto.
Ya sea que
se trate de modificar un espacio específico para la percepción, de narrar una
ocupación kafkiana de un espacio cíclico, de describir los flujos informáticos
que conforman el tejido social, de rescatar las narrativas de una comunidad
específica, de crear algo a partir de los desechos que va dejando la ciudad, de
fabricar hitos que re-ordenen el espacio por medio de su significado o de
establecer un catálogo de identidades y diferencias a partir de una experiencia
personal, la mayoría de estas obras apuntan a la cartografía. No quiero decir
aquí (no lo sé) si los proyectos manifiestan esta necesidad de trazar mapas—es
decir, de volver ininteligible una extensión inabarcable para los sentidos—porque este haya sido un
criterio determinante a la hora de la selección o si el entorno particular del
centro haya afectado estas predilecciones. Sin embargo, no creo que sea así,
más bien tiendo a creer que el arte- o aquello que aún subsiste con ese nombre
y se aferra a sus viejas vocaciones-todavía se justifica por aquella vieja
necesidad de crear sentido y que en un mundo donde la confusión de un lugar
puede ser paradigmática, estos artistas- como todos nosotros- nos ofrecen
formas de trazar caminos que vuelvan la realidad transitable o por lo menos, un
poco más inteligible.
Pilar Villela. Diciembre de 2012.
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